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Ser Crebeira.

María Bella

El crebeiro es un caminante, como un mago entre las mareas, que recorre el litoral buscando objetos de valor tras el caos que deja el temporal. Los crebeiros los había y todavía los hay en Galicia, concretamente en la Costa de la Muerte donde el tiempo y el mar propician la catástrofe y arrastran a la costa lo que queda disperso en las aguas. El crebeiro sabe lo que tiene valor y lo rescata. El nombre viene de la Isla de Creba en la Ría de Muros. La reflexión que a continuación exploro sugiere la necesidad de echar a andar y de aprender a discernir de entre lo que el arte arroja, lo que de verdad es potencia.

 

 

Desbordamientos del poder

 

"Obviamente, la repetición de consignas vacías es insuficiente: el autor ha desaparecido; Dios y el hombre comparten una misma muerte. Por el contrario, deberíamos pararnos a reexaminar el espacio que la desaparición del autor deja vacío; observar atentamente sus huecos y huellas de ruptura, sus nuevas divisiones, y re-apropiaciones sobre este vacío”. (Foucault, 1980, p. 121)

 

Este es el reclamo que Michel Foucault (ibid.) hacía en el año 1969 para una vez más problematizar sobre las variaciones de las técnicas del poder. Un par de años antes Roland Barthes (1977)[1967] había aunado con una consigna poderosa: “la muerte del autor”, los distintos ecos que durante las décadas de los años 1950 y sesenta habían puesto en duda la autoridad dentro, especialmente, del campo de la crítica literaria. Aunque Barthes pusiera el foco en el autor, compañeros como Jean Paul Sartre (1950 [1948]) o Maurice Blanchot (1995 [1949]) y el propio Barthes (1970 [1953]), habían demostrado que el suelo que temblaba era también el de la propia institución (literaria) e incluso, el del propio sistema de comunicación vigente hasta entonces1 (Kittler, 1999).

 

En su conocido ensayo “¿Qué es un autor?” Foucault invocaba a Samuel Beckett recordando la pregunta que se hacía: “¿Qué importa quién habla?” Con esta llamada, Beckett (1996) se interpelaba a sí mismo para explorar los posibles lugares de enunciación de la escritura en un momento de transformación de su obra, en trabajos como en su trilogía Molly [1951], Malone Dies [1952] y The Unnamable [1953]. Foucault, por su parte, la re-utilizaba para recordar la difícil tarea que supone la relación con el poder y sus infinitas estrategias de deriva. A su vez, con llamadas de atención nos recordaba el peligro de que el poder se esconda, precisamente, allá donde se enuncia insistentemente su vacío.

 

Los análisis pormenorizados de los agenciamientos que surgieron en los movimientos de resistencia de la llamada “intelectualidad difusa” (estudiantes y trabajadores)2 de finales de 1960 y principios de los setenta en una buena parte de Europa (Italia y Francia como referencia) son clave para poder evaluar la consistencia de este “vacío” al que Foucault calificaba como insuficiente y que más adelante relacionaremos con el “poder” de lo colaborativo. Desde la corriente del pensamiento Operaista (ej: Panzieri, Tronti, Negri, Bologna o Alquati), y su continuación post-Operaista (ej: Lazzarato, Negri, Beradi, Marazzi o Virno) se ha explorado desde la categoría del trabajo un amplio eje de pensamiento que analiza los comportamientos del poder en estas décadas y las siguientes bajo los efectos de una lógica capitalista. De este modo, el Operaismo, retomó el pensamiento marxista actualizándolo a partir de un nuevo contexto social y político influido a su vez por las enunciaciones que surgían desde el pensamiento filosófico como es el caso de Foucault o de Deleuze y Guattari.

 

En el seno de estas corrientes, mezcla entre movimiento obrero e intelectualidad, investigación militante, teoría, lucha y activismo, es desde donde se proyectará un nuevo reclamo revolucionario. Un contrapoder que no se conforma con sólo exigir mejoras en las condiciones de trabajo sino que promueve una transformación. Se partirá de la toma de consciencia sobre la afectación de estas formas de poder y sus técnicas para luego proponer una suerte de estrategias de resistencia con la intención de arrastrar al poder hacia sus límites; es decir, no solo cuestionarlo sino llegar finalmente a desbordarlo.  El hecho de parar de trabajar, se contemplaba, explicaba Beradi (2003), como la acción que a diario se efectuaba como dejación contra la explotación. Como un rechazo a la imposición de tener que producir plus-valor, como la negación a tener que incrementar el valor del capital a costa de reducir el valor de la vida (p. 1).

 

Los años sesenta y setenta fueron años de éxodos, de fugas de aquellos lugares disciplinarios, de alienación y de autoridad, escenarios sobre los que se aprendió a ejercer la resistencia que permitiría tomar consciencia de un poder al que había que tratar de doblegar. Primero se invocaría su “desaparición” y su “muerte” como lo hacía Barthes y luego se explorarían otros caminos destituyentes propuestos desde la influencia del pensamiento post-Operaista (ver Raunig, 2006 y 2007). El obrero ejercía su resistencia y vaciaba las fábricas y el intelectual lo hacía saliendo de la institución. La vida liberada de todo gesto de poder se retomaba en las calles, en el afuera. Y es en ese afuera, y a partir de esa consciencia de resistencia que se adquiere una vez que se enuncia, que se reconoce y que se ejerce, desde donde la historia demuestra que las instancias del poder reorganizarán en las décadas siguientes su expansión.

Este es un momento histórico clave dada la coincidencia de fuerzas que se cruzan y cómo el poder consigue alinearlas a su antojo y, sobre todo, por lo que dichos alineamientos desencadenan. La indagación por tanto superará la propia genealogía del trabajo como ámbito desde donde se había librado la batalla del poder moderno. Esto no quiere decir que se abandone la esfera del trabajo, sino que el poder, igual que su resistencia, desbordarán sus límites. La lucha revolucionaria ya no solo se librará en el campo del trabajo sino sobre lo que, a través del trabajo, había conseguido alienarse. Como Marx defendía, es el trabajo el que transforma la vida. El poder por tanto se re-articulará -siempre a partir del trabajo- tomando de nuevo la vida y de esta forma también las propuestas de sus nuevos modos, incorporando en su ciclo expansivo la alienación de todas sus nuevas capacidades. Y es en esta lucha, precisamente, donde el poder mismo nos enviste tomando para sí nuestras propias y, en algunos casos, más preciadas herramientas o valores, como es el caso del arte.

 

 

Arte y creación

 

En el libro Keywords. Vocabulary for Culture and Society, el pensador Raymon Williams (1983) analiza atentamente la evolución del significado de más de un centenar de palabras a lo largo de la historia. Todas ellas son términos que Williams considera clave para facilitar la comprensión de las nociones que componen nuestro pensamiento cultural y social. Dos de estas Keywords son: arte y creativo. Utilizaré parte del itinerario que Williams traza en el caso de estas dos entradas para dar visibilidad a algunos de los alineamientos que tienen lugar en las décadas de los 1960 y setenta a manos de un poder, cuanto menos “creativo”.

 

El significado original de la palabra arte refiere a la habilidad o destreza en cualquier ámbito sin necesidad de acotarse específicamente al de las bellas artes. En la universidad medieval las artes eran siete: la lógica, retórica, aritmética, geometría, música y astronomía. La emergencia de un arte “abstracto y con mayúsculas” y con sus “propios principios” establecidos no surge con claridad hasta comienzos del siglo diecinueve (ibid., p. 40). El Arte pasa entonces progresivamente a defenderse como una forma de producción distinta, diferenciada de cualquier otra y por supuesto ajena a la producción industrial repetitiva y alienada del trabajo moderno. Mientras una producción se desarrolla masivamente en las fábricas, la otra -“marginal”- desarrolla todo un sistema propio de definición: en los museos, con su público, su teoría, y sus propias normas legitimadoras.

 

Hasta el siglo dieciséis la palabra creación refería al poder creativo exclusivo de lo divino. La criatura, palabra que proviene de la misma familia, ha sido creada por el creador y no tiene por si misma dicha capacidad. Crear aludía entonces a la competencia productora de los dioses o de la naturaleza, y en ningún caso esta era atribuida a la condición humana. A partir del siglo dieciséis, a raíz de las transformaciones del pensamiento humanista en el renacimiento y con la intención de diferenciarla de las concepciones del pasado, la creación pasa a estar también en manos del hombre, al que dios ha capacitado para crear más allá de la naturaleza. De cualquier manera y durante cierto tiempo crear todavía se reserva a la figura del Rey soberano y su uso se vincula a su destacada autoridad. Habrá que esperar a que, a lo largo del siglo dieciocho, se generalice un uso asociado de manera consciente con la producción distinta del Artista quien pasará a ostentar el poder creativo (ibid., pp. 82-83).

 

Estas escuetas descripciones de la evolución de estos dos términos, aisladas para concentrar la atención y solapadas para esclarecer sus relaciones, son portadoras de información muy relevante respecto a las alineaciones que antes mencionaba. Me gustaría poner énfasis en el cambio de valor que experimenta la producción artística o creativa en las últimas décadas del pasado siglo y en las primeras del presente echando mano de la capacidad de la historia para generar perspectiva. Si atendemos a la evolución descrita en los siglos anteriores, la producción artística se había diferenciado de cualquier otra -entiéndase de la industrial- durante los dos siglos pasados en parte gracias a la atribución del poder creativo derivado de una autoridad, en este caso, representada por lo divino y lo real (por el Rey).

 

No es de extrañar por tanto que dé la confluencia que se daría en las décadas de 1960 y de los setenta, donde precisamente se tejen alianzas entre las inquietudes y resistencias del trabajador industrial y las del trabajador intelectual, surja como resultado una hibridación de producción cuanto menos innovadora hasta el momento. Será por tanto desde esta producción nueva desde donde el poder haga al capital heredero de la capacidad creativa antaño divina o real y en el último tiempo artística; convirtiendo lo distinto en una exigencia necesaria para el rendimiento de la producción de masas. Un bypass espectacular camuflado alrededor de un aparente vacío de poder.

 

La renuncia al poder y su autoridad la escenificaba Barthes con su reclamo: el autor debe desaparecer. Ahora bien, si se mira su propuesta de manera más analítica, veremos que enunciaba tal desaparición solo como una ausencia temporal, en cierto modo premonitoria. Barthes (1977) indicaba que primero había que escribir y luego permanecer en silencio para permitir que el lector produjera infinidad de lecturas a partir del texto original. El texto, insistía, no está terminado hasta que no se reúna con el lector (p. 145). La propuesta de Barthes, entonces radical, podría parecerlo menos si se tiene en cuenta que los nuevos medios técnicos ya estaban erosionando la figura indisputable del artista. De cualquier modo, a lo que Barthes ciertamente apuntaba era el rol que vendría a desempeñar el consumidor en su nuevo papel de productor -único- en el nuevo modelo de producción industrial.

 

Barthes no proponía una desaparición ni una muerte, proponía ocultarse por un tiempo. Y... ¿hasta cuándo? Eso Barthes no lo sabía. Sería hasta que se hubiera cumplido la nueva reorganización. Es importante este momento ya que, este gesto de renuncia al poder hasta cierto punto falseado, es precisamente al que aludía Foucault en su texto posterior calificándolo de insuficiente. Insuficiente para un proyecto revolucionario. Pudiera servir también para representar el tipo de límite con el que el pensamiento Operaista y post-Operaista se encuentran en su tarea para desbordar al poder. Un poder, en realidad sin límites. Por eso lo que primero se concretó como resistencia, la toma de consciencia, el llamamiento a parar de producir devendrá luego en estrategias de fuga, éxodos, o estados de extenuación frente al poder.3

 

La unión del trabajador industrial y del intelectual pudieran haber devenido en la construcción de un proyecto revolucionario donde el poder se desbordarse si en realidad se hubiera renunciando radicalmente a su herencia. Si hubiéramos sido capaces de componer otra producción. Una producción tal que el retorno a la fábrica o al museo hubieran significado, verdaderamente, un cambio de paradigma productivo.

 

 

El poder colaborativo

 

El “giro colaborativo” en la producción artística ha constituido un proceso de aprendizaje indudablemente rico y desde luego necesario. En el prólogo que Susan Sontag hace en 1968 a la edición inglesa de una de las primeras obras de Barthes (1970)[1953] sobre crítica literaria - Writing Degree Zero- apuntaba la relevancia de la postura de ruptura con el medio literario que Barthes defendía, precisamente, por sus efectos como punta de lanza para introducir el mismo gesto en el resto de medios de la producción artística. Maria Lind, (2007) en un texto más reciente y en el que acuñaba lo colaborativo como un giro en el arte, constataba con su ejercicio genealógico el apunte de Sontag. Señalaba incluso que “lo colaborativo como método” se había convertido en un aspecto central del nuevo paradigma productivo (ibid., p.18).

 

En su texto, Lind analiza las especificidades de formatos y metodologías que el deseo de colaborar, colectivizar y participar han llevado a la producción artística a experimentar, especialmente una vez que estas prácticas entraron en el mainstream hacia la década de los 90 (ibid., p. 16). Por supuesto el propio sistema artístico no se olvidó de pormenorizar sus categorías distintivas, perfilando virtudes o problematizando excesos y conviniendo el grado que convierte a estas prácticas en participativas, interactivas o cooperativas, caracterizándolas también como sociales y comunitarias o más estéticas y propiamente artísticas.4

 

La salida de los museos a las calles en busca de esos nuevos modos de vida experimentales que se estaban componiendo fueron paseos de ida y vuelta. Lo fueron también las salidas y posteriores entradas a las fábricas: a la industrial, a la difusa (Lazzarato, 2006b) y a la social (Tronti, 1962). Fábricas, en esencia, todas iguales.5 Cada operación de resistencia, de salida y de entrada, borraba sin embargo la distancia que había distinguido al museo de la fábrica. Entrar al museo es hoy entrar en la fábrica. Lazzarato (2006b) apuntaba un dato para constatarlo: “En Francia, el número de personas empleadas en las industrias culturales (museos, cine, teatro, danza, artes de la calle, etc.) ha coincidido, a partir de entonces (desde los años 70), con la industria automovilística (p.1).

 

El final de siglo venía marcado no solamente por los retos sobre los cuestionamientos a la autoría, a la institución y sus formas de poder sino también por el nuevo vacío de poder con el que jugaría el nuevo sistema de comunicación en las redes echando mano del hype colaborativo. Como apuntaba Lind la comunicación y la colaboración se convertirían en el aspecto central del nuevo paradigma de la producción (ibid. P: 18). Y en la hibridación innovadora entre la producción industrial y la artístico-creativa, el colectivo artístico se ve reproduciendo nuevamente el gesto falseado de Barthes de rechazo al poder. Silencian su voz pero lideran la empresa.

 

Las salidas del museo siempre se plantearon como un rechazo a la autoridad y también, a todo ese “sistema propio” y “distintivo” que desde el siglo diecinueve se venía definiendo y redefiniendo en el campo artístico.6 Esa herencia del poder divino de la modernidad creíamos, como Barthes, estar entregándola a lo colectivo, a lo cotidiano, a lo popular. A una sociedad que soñábamos creadora. Y en ese gesto nos parecía que todo ese poder divino del que el artista era portador lo distribuíamos, lo disolvíamos y lo vaciábamos. Hoy resulta que, como Barthes, somos de nuevo cómplices de los efectos que tiene un poder sin límites. De vuelta en el museo, entramos en la fábrica y de la mano nos acompañan la maruja, el amateur, el vecino y cualquier otro “distinto”. Empoderados... Pero de nuevo pareciera, como advertía Foucault, insuficiente.

 

 

Ser crebeira

 

Para ser crebeira hay que salir a caminar donde haya un horizonte. Y hay que buscar, de entre todas las cosas que el arte y la creación han arrojado a lo largo de los siglos, aquellas que creemos que tienen valor para la revolución. Porque se trata de componer algo nuevo con ellas. Quizás ya no sea necesario regresar al museo, no lo sé. Intuyo que se trata de volver a encontrar y compartir  la capacidad que el arte tiene de hacer que la vida tenga sentido.7

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas

 

(1) Friedrich Kittler definía la literatura como el sistema de comunicación anterior a Internet dado que suyo había sido previamente el rol de generar, archivar y distribuir la información (ibid., p. 4)

(2) Como explica Beradi (2009) en The soul at work, “Trabajadores y estudiantes: este binomio marca una nueva cualidad en la composición del trabajo social en general e implica la articulación de un nuevo tipo de potencialidad innovadora con respecto a la historia del siglo veinte” (p. 28).

(3) Para profundizar en las especificidades de estas maneras de enfrentar el poder ver la introducción y glosario de Radical Thought in Italy. A Potential Politics (Virno/Hardt, 1996, pp. 260 y 261).

(4) En este respecto es conocido el debate mantenido entre Clare Bishop y Grant Kester. Ver Bishop, 2006.

(5) A lo largo de mi trabajo de tesis doctoral -Returning life to life: The factory of Cine sin Autor- desarrollo la idea de que, si bien se han ido asignando a lo largo de la historia tipologías de fábricas específicas para cada etapa productiva, en realidad todas ellas responden a un mismo arquetipo productivo que asegura la continuidad del modelo capitalista (Bella, 2017 [tesis pendiente de publicación]) .

(6) Podría decirse que estos rechazos y “salidas” de la institución se teorizaron desde el propio ámbito de la crítica artística en lo que más tarde se ha identificado como “waves” de crítica institucional. La primera ola habría tenido lugar entorno a los años 70 y las segunda entorno a los 80. Algo más tarde una tercera ola podría reconocerse en los sucesivos años de la primera década del nuevo siglo. Cada una de estas olas conllevaba una ampliación del marco institucional sobre el que se establece la crítica acorde a la medida de lo que la institución considera como parte de su campo de acción (Sheikh, 2006).

(7) El psicoanalista y pediatra británico Donald Winnicott (2005)[1953] desarrolló la teoría de los objetos y el espacio transicional buscando apoyos con los que sustentar el equilibrio que debiera de lograrse en la gestión de la realidad interior y su tensión con la exterior. Para Winnicott, en la evolución de la psicología de los recién nacidos, la existencia de objetos transicionales es indispensable para ayudarle a desarrollar esa necesaria capacidad de gestión que en última instancia será la que le permita incorporar el sentimiento de que la vida tiene sentido. Según Winnicott esta capacidad es crucial que se mantenga activa a lo largo de nuestras vidas y señalaba el arte como objeto y espacio transicional en el período de vida adulta (p. 18).

 

 

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